Guillermo Torales Caballero
Apenas se debatía vox populi la pertinencia o legalidad para censurar a los intérpretes de los llamados narcocorridos que hiciesen “apología del delito” en sus presentaciones públicas, cuando se abrió una segunda discusión sobre el mismo asunto a partir de la denominada “Ley Censura”, iniciativa de ley presentada por la titular del Ejecutivo en materia de radiodifusión y telecomunicaciones.
Esta presunta censura constituye un asunto que merece toda nuestra atención y escrutinio, so riesgo de dejar a la deriva uno de los derechos fundamentales que caracterizan a una sociedad democrática: la libertad de expresión. Y es que los asuntos vinculados con el ejercicio de la libertad de expresión, derecho constitucional del ciudadano, así como de la libertad de prensa, prerrogativa de los medios de comunicación, resultan de suyo polémicos y provocadores de uno de los escasos debates que, genuinamente, captán el interés de la sociedad.
Las pulsiones censoras del poder
Los afanes de censura del gobierno mexicano, tanto del federal como de los gobiernos locales, en contra de ciertas manifestaciones artísticas en el ámbito de la música y la letra de ciertas composiciones, son de larga data. Solo como botón de muestra reciente en nuestra historia, conviene recordar los intentos fallidos por censurar la lírica del famoso “Músico poeta”, Agustín Lara, debido a la “indecencia” y “vulgaridad” de sus canciones avocadas a “hacer apología” –dirían hoy– del mundo del arrabal y de la pecaminosa vida de las prostitutas, de las “mujeres de moral distraída”: “Vende caro tu amor, aventurera./ Da el precio del dolor a tu pasado…”.
Estas cruzadas moralizantes desde el poder continuaron a finales de la década de 1950 y principios de los años 60, cuando el alemanismo protoneoliberal le abrió las puertas al rock and roll, ritmo norteamericano que sacudió copetes y también a las “buenas conciencias” de la época –las mismas que, en el gobierno de Manuel Ávila Camacho de 1943, habían obligado al gobierno del Distrito Federal de entonces a cubrir las partes pudendas del exhuberante monumento de la Diana Cazadora–, satanizándolo como una música “obscena” y “extranjerizante”, cuyas letras –justificarían hoy– hacían “apología de las malas costumbres” entre los jóvenes, esos seres ingenuos, inconscientes y manipulables: ”Yo no soy un joven sin causa/ ni tampoco un desenfrenado./ Yo lo único que quiero/ es bailar rock and roll/ y que me dejen vacilar sin ton ni son…”.
Más recientemente, ya instalados en el echevirrismo y luego del emblemático Festival de Avándaro de 1971, el rock en México fue proscrito y prohibidas sus presentaciones públicas tanto en conciertos como en la programación de las estaciones de radio y de los escasísimos canales de televisión de la época, confinando al rock a las inexpugnables cloacas de la resistencia contracultural de los llamados “hoyos funky”. El rock mexicano, se denunció desde el poder, representaba un género musical pernicioso y peligroso, una expresión que “hacía apología” –afirmarían hoy– del consumo de las drogas, de la concupiscencia, de las actitudes subversivas y del desmadre, características de la irresponsable juventud mexicana: “Y las tocadas de rock/ ya nos las quieren quitar./ Ya solo va a poder tocar/ el hijo de Díaz Ordaz…”.
En un salto en el tiempo hasta nuestros días, desde la “Mañanera del Pueblo” –espacio donde ocurre ese ocioso y autoriatrio diálogo circular en el que solo conversan los amos del poder–, la “Presidenta con A” justificó una nueva edición del prohibicionismo, esta vez en contra de los corridos tumbados que, dijo, “hacían apología del delito” al encumbrar a personajes criminales y exaltar conductas delincuenciales.
El resultado inmediatato de este posicionamiento desde el poder –otra vez, desde el poder–, fue la cancelación de conciertos y el lanzamiento de una política pública en contra de esta expresión popular desde el gobierno del Edoméx, encabezado por la maestra Delfina Gómez. Al mismo tiempo, el gobierno federal, a través de su Secretaría de Cultura, convocó en abril de este año al apresurado concurso “México Canta”, certamen enfocado hacia la juventud mexicana que, dicen, busca “crear nuevas narrativas musicales que se alejen de la apología de la violencia, mediante letras que evoquen el amor, el desamor y la grandeza de México”.
¿Qué tal: así o más autoritario? ¿Ahora se decidirán, desde el poder, las temáticas de la creación artística? ¿Y los derechos de los creadores y los de las audiencias? Algún suspicaz lector se preguntará: ¿No acaso la mayor “apología del delito” fue haber sido omisos o cómplices de las acciones del crimen organizado durante todo el sexenio pasado, con base en la infame política de inseguridad llamada “Abrazos, no balazos”?
“Los Señores del Corrido”
La prohibición de espectáculos públicos, como política de Estado, en los que se hace “apología del delito” mediante la difusión de personajes vincu-lados al crimen organizado, tuvo su anécdota más reciente en la presentación pública del evento “Los Señores del Corrido” en el Auditorio Telmex, recinto concesionado por la Universidad Autónoma de Guadalajara (UAG), en Jalisco, donde el grupo Los Alegres del Barranco, oriundos de Badiraguato, ofrecieron un concierto el 29 de marzo en el que proyectaron en una megapantalla la imagen de Nemesio Oseguera Cervantes, alias “El Mencho”, líder del poderoso cártel Jalisco Nueva Generación, junto con la interpretación del corrido El del palenque, asunto que fue retomado de inmediato por la Fiscalía Estatal de Jalisco, y el cual tuvo como consecuencia internacional la cancelación de las visas a los integrantes de esta agrupación paraimpedirles ingresar a Estados Unidos, toda vez que los grupos de narcotraficantes ya son considerados allá como “organizaciones terroristas”: “Soy el dueño del palenque/cuatro letras van al frente./Soy del mero Michoacán/De donde es la Tierra Caliente./Soy el Señor de los gallos/ El del Cartel Jalisciense”.
Si bien es cierto que difícilmente alguien pudiera estar a favor de promover los asesinatos, secuestros, robos, extorsiones y otros crímenes cometidos por las organizaciones delincuenciales y sus capos, también lo es el hecho de que la vía del prohibicionismo nunca ha sido una política legítima ni efectiva.
A este respecto, algunos sondeos de opinión ponen de manifiesto la polarización que sobre la censura en esta materia expresa la sociedad. Por ejemplo, la agencia mexicana Dinamic (https://www.dinamic.agency/investigacionespublicas) reveló, en un estudio reciente aplicado a usuarios de redes sociales, que el 29.4% de los encuestados rechaza contundentemente la prohibición, mientras que el 26.2% afirma que estas medidas no sirven de nada, pero que debe trabajarse en el combate directo contra las organizaciones criminales. Los encuestados restantes aplauden la medida porque “protege a niños y jóvenes”. ¿Quién tiene la razón? ¿Qué opinión prevalecerá?
Finalmente, una voz que mucho tendrá qué decir en este debate público es, sin duda, el mercado. Los ingresos económicos representan un factor crítico tanto para las plataformas de música que en sus catálogos ofrecen los corridos tumbados y sus épicas historias, como para los empresarios que organizan presentaciones públicas en conciertos, palenques y ferias, quienes no dejarán perder fácilmente las jugosas ganancias que representa este nicho del mercado de la música regional mexicana.
El nuevo “Gran Hermano”
A raíz de la emisión el mes pasado de spots del gobierno norteamericano de Donald Trump en los canales de la empresa mexicana Televisa, en los que se transmitía un discurso xenofóbico y violento contra los mexicanos, la “Presidenta con A” intentó justificar el envío al Senado de la República de su “Iniciativa con proyecto de decreto por el que se expide la Ley en Materia de Telecomunicaciones y Radiodifusión”, la cual devino en una polémica tan sonora como fundamental.
La mencionada iniciativa, que comprende 311 páginas y 283 artículos, y que fue presentada subrepti-ciamente la noche del 24 de abril, inmediatamente fue “discutida y votada” en Comisiones Unidas –de Radio, Televisión y Cinematografía, de Comunicaciones y Transportes, y de Estudios Legislativos– mediante la modalidad parlamentaria favorita de los legisladores de la 4T: aprobarla sin conocerla, sin debatirla y sin cambiarle una sola coma, y cuyo dictamen quedó listo para aprobarse fast track el siguiente lunes 28 de abril en el pleno del Senado.
Sin embargo, fue tal el escándalo mediático, el desaseo sobre cómo se proceso y el rechazo provo-cado por esta iniciativa, que la doctora Claudia Sheinbaum no tuvo más remedio que salir ante los medios para calmar las aguas y explicar que –palabras más, palabras menos– dicha iniciativa de ley no tenía ninguna intencionalidad represora y que, en todo caso, el artículo 109 –el más repudiado por sus críticos– sería corregido o eliminado.
El final de este episodio, que no de la historia que aún prosigue, fue la postergación de su votación para un periodo extraordinario del Senado, en tanto se programarán “conversatorios” en parlamento abierto con especialistas y actores sociales en el tema para analizar la mencionada iniciativa, solución que no soluciona nada, pues de todos es sabido que la bancada de Morena y sus aliados en el Congreso, suelen utilizar este recurso como un aberrante mecanismo de legitimación para después votar y aprobar lo que desde antes ya habían decidido.
La hoy llamada “Ley Censura” tiene sus antece-dentes en la otrora “Ley Televisa”, aprobada unáni-memente en marzo del 2006 por el Congreso de México, que permitió la monopolización de la radiodifusión por parte de los empresarios privados, especialmente de Televisa y TV Azteca, cuyo poder político creció posteriormente al amparo del “Pacto por México”, durante el gobierno de Enrique Peña Nieto.
Con esta iniciativa de ley se pretende que, para-dojas de la historia o apetitos del poder, el control sobre la regulación de los medios de comunicación se concentre absolutamente en el gobierno federal, a través de su Agencia de Transformación Digital y Telecomunicaciones (ATDT), dirigida por José Antonio Peña Merino, quien concentraría en su institución y en su persona, por ejemplo, la decisión sobre a quién renovarle concesiones en materia de radiodifusión o a qué red social “bajarle el switch” cuando difunda contenidos y opiniones críticas o adversas al gobierno morenista.
De este modo, la llamada “Ley Censura”, dejaría en manos de la ATDT, una institución que depende directamente de Claudia Sheinbaum, la definición de los criterios que “calificarían” a los contenidos difundidos por los medios de comunicación tradicionales y a través de las redes sociales, adjudicándose discrecionalmente cuáles de ellos serían “apropiados” o no, cuáles “legales” o no, aspecto crítico para permitir la operación al aire de dichos medios. ¿Así o más autoritarios?
Los dos asuntos expuestos en este texto, ambos vinculados con el ejercicio de la libertad de expresión, derecho constitucional del ciudano, así como el de la libertad de prensa, prerrogativa de los medios de comunicación, resultan de suyo polémicos y provocadores de uno de los escasos debates que genuinamente captán el interés de la sociedad.
No podemos olvidar los exhortos que a nivel internacional ha hecho el Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos (ONU-DH México), quien no ocultó su preocupación en el tema al publicar en sus redes: “Ante la presentación de la iniciativa de Ley de Telecomunicaciones y Radiodifusión, hacemos un respetuoso llamado al @senadomexicano a garantizar espacios de consulta y considerar estándares internacionales en libertad de expresión, información, privacidad, derechos digitales e indígenas”.
Ahora que el 3 de mayo se conmemoró una edición más del “Día Internacional de la Libertad de Prensa”, quienes nos dedicamos al ejercicio periodístico y, especialmente, la sociedad en su conjunto, tendremos cuestionamientos y refle-xiones fundamentales que hacernos en materia de censura, pluralidad, libertad de pensamiento, transparencia gubernamental, los derechos de los medios de comunicación y de las audiencias. Nadie desea en una sociedad democrática y diversa, la reedición grotesca y autoritaria de un “Gran Hermano”.
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